Nunca estuve enfermo. Lo que uno vulgarmente entiende como estar postrado en cama y recibiendo atención de los demás. Siempre, por suerte o vaya a saberse porqué otra causa, estuve del otro lado ayudando en lo que podía. Pero a la larga tampoco pude ser la excepción. Si algo tienen las enfermedades es que en su mayoría son igualadoras y cuando llegan no discriminan.
Cada vez que trato de ir hacia atrás en lo referente a mi enfermedad y a mis dos operaciones de cáncer, la primera de próstata y la segunda de mama, los hechos siempre se me presentan lejanos, superpuestos y tan amontonados unos sobre otros que se me hace difícil evocarlos objetivamente. Pero sin duda que, de las dos operaciones, la mas especial por las vivencias que he tenido ha sido la de mama. No por ser la mas riesgosa, sino por las inexorables circunstancias que, como todo mortal masculino tuve que atravesar. De aquellos particulares momentos, por ejemplo tengo presente aquel cuando me realizaron la mamografia de rigor, esas risitas socarronas que las técnicas del sector intercambiaban cuando ingenuamente me vieron ingresar y sufrir luego los apretones resbaladizos de la maquina (lo siento no salio bien, hay que repetir...), una máquina que dicho sea de paso, está diseñada solo para mujeres. También aquellas torvas miradas de soslayo y esas preguntas vagamente inquisidoras cuando nervioso fui a iniciar los primeros trámites previos (en aquella oportunidad me sentí además de torpe, perdido como Renfield tratando de llegar en tormentosa noche a un castillo de Transilvania...), o la vez aquella que fuì a retirar con mi carnet el número para mi cita médica en Ginecologìa ( ¿Seguro, es...PARA USTED... o para su esposa ? ) y como aquella vez, en que me pareció descubrir como aquellos fríos ojos escrutadores de la sala de espera, como si pertenecieran a un inmenso y único organismo, paulatinamente se fueron transformando en largos alfileres para luego, al darme vuelta, certeramente clavarse en mi nuca y bajar como afilados cuchillos por mi espalda. Porque allí, en ese vasto ámbito, la inexorable realidad del universo femenino obliga constatar que, de continuar como cualquier mortal por aquel camino, debía abandonar la piel y toda vana esperanza. Y esto quizás lo sea porque al fin y al cabo, uno no es mas que un sapo, un simple sapo tal vez, pero de otro pozo...

Luis Davio